La resignación comenzaba a cernirse sobre Kabul, el
polvo empañaba los escombros que septiembre había sembrado a su paso, la arena
atrincheraba las ventanas que madres asustadas habían tapiado mientras hermanos,
obligados a ejercer el papel de padres, asaltaban armarios dejando tras de sí
los ropajes de una momia, barrotes de tela. Vivíamos en la ciudad del miedo.
Con el tiempo decidimos ignorar la pobreza, el llanto
materno, la acumulación de pequeños cuerpos desnutridos en las calles, las
sombras cubiertas de mantos que entorpecen, las escuelas que, vacías, veían sus
aulas ser empleadas para atrocidades sin nombre. Con el tiempo olvidamos que
las mujeres eran seres humanos, que su voz un día había inundado, calles,
bazares y universidades. Con el tiempo olvidé la cadencia de la risa de mi
madre, el tacto de su mano en la calle, el viento que, a través de una ventana,
alborotaba su pelo. Con el tiempo comprendí que el silencio era la respuesta
más sencilla ante la desolación.
Familiares, vecinos, amigos y desconocidos abandonaron
la ciudad y si el trayecto no acababa con ellos, el país. Los niños quemaron
sus juguetes mientras los mayores arrancaban de su mente todo rastro de música
y libertad. Los hombres comenzaron a portar la muerte bajo sus capas, armas que
asustaban a los pocos desafortunados que sobrevivieron a la miseria. Nadie supo
qué pasaba, qué habíamos hecho para merecer aquella, como siempre la llamé, vida
de locos.
Vivíamos con miedo a una masacre inminente, a una
violación que te hiciese rogar por la muerte. Malvivimos, porque, habiendo
caminado sin cadenas, no sabíamos hacer otra cosa. Rapiñar momentos de luz se
convirtió en la afición de un gran número de personas, una melodía susurrada,
un vistazo a través de una ventana que podía ejercer de yugo, unos labios rojos
rápidamente emborronados, un rápido paseo a escondidas sin la presencia de una
constante carabina, aprender cuando la escuela te había sido prohibida.
El otoño de 1996 fue un otoño húmedo, húmedo como los
bordes de una herida. Jamás las rosas de mamá se regaron con un rojo tan
espléndido.
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