dijous, 15 de juny del 2017

LÁGRIMAS AL VIENTO

La resignación comenzaba a cernirse sobre Kabul, el polvo empañaba los escombros que septiembre había sembrado a su paso, la arena atrincheraba las ventanas que madres asustadas habían tapiado mientras hermanos, obligados a ejercer el papel de padres, asaltaban armarios dejando tras de sí los ropajes de una momia, barrotes de tela. Vivíamos en la ciudad del miedo.
Con el tiempo decidimos ignorar la pobreza, el llanto materno, la acumulación de pequeños cuerpos desnutridos en las calles, las sombras cubiertas de mantos que entorpecen, las escuelas que, vacías, veían sus aulas ser empleadas para atrocidades sin nombre. Con el tiempo olvidamos que las mujeres eran seres humanos, que su voz un día había inundado, calles, bazares y universidades. Con el tiempo olvidé la cadencia de la risa de mi madre, el tacto de su mano en la calle, el viento que, a través de una ventana, alborotaba su pelo. Con el tiempo comprendí que el silencio era la respuesta más sencilla ante la desolación.
Familiares, vecinos, amigos y desconocidos abandonaron la ciudad y si el trayecto no acababa con ellos, el país. Los niños quemaron sus juguetes mientras los mayores arrancaban de su mente todo rastro de música y libertad. Los hombres comenzaron a portar la muerte bajo sus capas, armas que asustaban a los pocos desafortunados que sobrevivieron a la miseria. Nadie supo qué pasaba, qué habíamos hecho para merecer aquella, como siempre la llamé, vida de locos.
Vivíamos con miedo a una masacre inminente, a una violación que te hiciese rogar por la muerte. Malvivimos, porque, habiendo caminado sin cadenas, no sabíamos hacer otra cosa. Rapiñar momentos de luz se convirtió en la afición de un gran número de personas, una melodía susurrada, un vistazo a través de una ventana que podía ejercer de yugo, unos labios rojos rápidamente emborronados, un rápido paseo a escondidas sin la presencia de una constante carabina, aprender cuando la escuela te había sido prohibida.
El otoño de 1996 fue un otoño húmedo, húmedo como los bordes de una herida. Jamás las rosas de mamá se regaron con un rojo tan espléndido.



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